domingo, 17 de junio de 2012

¡No le mentí!


En ocasiones, el tiempo te trae noticias gratificantes, como si la fuerza de los años las hubiera empujado desde el pasado para afianzar tus convicciones. Esa es la sensación que tuve cuando Edu (permitidme el pseudónimo) se encontró conmigo en la estación de ferrocarril.
Edu es un antiguo alumno, de esos inolvidables porque siempre te sonríen cuando te ven por ahí. Seguramente, por eso es uno de los pocos que recuerdo. Y es que mi memoria de canario desfigura nombres y rostros, los cubre con un espeso manto de tiempo y solo permite las reminiscencias de los viejos sentimientos.
Decía que Edu es uno de los pocos que recuerdo porque siempre ha tenido una sonrisa preparada para cuando se cruzara conmigo. Y recuerdo su silencio hermético en el aula, su manita levantada para responder a cualquier pregunta (a todas, aunque casi nunca lo elegía para protegerlo. A veces le explicaba que no era conveniente suscitar envidias en los demás, porque quien te envidia siempre acaba jodiéndote), su perseverancia, su perfeccionismo... La naturaleza lo dotó con las herramientas necesarias para el estudio. Pero eso no es suficiente.
El hombre no solo es estudio. Cabe añadir los valores que hacen del hombre un ser bueno, pero esos valores no siempre son amigos de la felicidad inmediata. No recuerdo quien lo dijo, pero la cita me viene como anillo al dedo: “La pacificación favorece al opresor”. En un mundo violento, quien practica la paz es quien recibe las hostias. Entonces, es cuando ha de transformarse en agua, sin forma. “Be water, my friend” (Bruce Lee, en una entrevista televisiva).
Edu se licuó y se transformó en un observador del mundo más próximo. Estaba convencido de que las grandes premisas, como las bienaventuranzas, aunque no era religioso, o los consejos universales habían de regir a las personas. Sin embargo, la práctica en su entorno no demostraba que todo lo que se intentaba inculcarle en el aula era cierto. Sabía que para que los otros lo respetaran, tenía que ser él quien respetara al prójimo en primer lugar, por ejemplo. Sabía que no había de hacer a los demás lo que no le gustara que le hicieran a él. Sabía que el camino para buscar la propia felicidad empezaba en procurar la felicidad a los de tu alrededor. Sabía... En fin, nada especial, pero sí universal.
El problema era que aquellos valores destacaban por su ausencia en el mundo que se le había impuesto y yo siempre me preguntaba hasta cuándo creería en las utopías de las que le había hablado.
Hace unos días, decía, me encontré con él. Venía de la capital, de agotar el depósito de horas bajo el flexo. Había terminado su primer año en la Universidad. Le pregunté qué tal le había ido y, aunque las calificaciones eran brillantes, no me habló de ellas en primera instancia, sino que me dijo que había vivido su mejor año de estudiante. Me preguntó si recordaba todo lo que antaño le dije en clase, aquello de los consejos universales, axiomas innegables, valores intemporales; aquello de no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan, aquello de favorecer la felicidad de los demás para encontrar la propia, aquello de respetar para ser respetado, aquello de... Y me dijo: “Pues resulta que la gente es así. Yo creía que esos tipos no existían, pero he conocido a un buen puñado de ellos, siempre dispuestos a echarte una mano, incluso antes de que la pidas”.

Y a mí me afloraron las lágrimas porque cuando lo tuve en clase (segunda fila, tercer puesto), no le mentí.