Un político era una persona respetable, al menos para mí. Mi
abuelo lo fue, de Burriana, a principios de los años 60, y se dejó la piel en
tal empresa sin cobrar ni un duro. Su recuerdo, su caballerosidad y su
altruismo provocaron en mí ese respeto del que hablaba hacia sus colegas. Tanto era así que el
hecho de encontrarme con cualquiera de ellos por la calle me provocaba una
sensación, no solo de respeto, sino de admiración.
A día de hoy, sin embargo, con tantos truhanes sin
escrúpulos, despilfarradores de lo ajeno, caraduras y sinvergüenzas, bufones
sobre seguro, ladrones de guante blanco y chorizos patógenos se me ha olvidado
el respeto. Se quedó en la época de los Beatles. Más aún: lamentablemente,
el viejo respeto, polvoriento y caducado, ha sufrido una transmutación que aquel
niño, cuyo abuelo fue concejal, creería inverosímil. Aquel niño, decía, nunca
habría imaginado que llegaría a despreciar a los colegas anacrónicos de su
abuelo.
¡Coño! ¿No pueden asistir gratis a los plenos? Así, sin más.
Gratis. Un concejal habría de serlo por amor al arte, no porque no tenga otro
medio de ganarse la vida. Además, ¿no tienen a sus machacas para hacerles el
trabajo?
Mi abuelo dignificó el cargo y ese cargo, ahora, no dignifica a quien lo
ocupa porque, quien lo ocupa y no le preocupa, ha hecho de él un negocio.
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