Mi abuela, que solo sabía las cuatro reglas, leer y escribir
cartas, mi abuela, afirmo, podría dar clase sin ponerse en evidencia. De hecho,
cualquiera puede “dar clase”, puesto que no es necesario tener demasiado fuste
para ello. Todo está en los libros y, si no, en internet.
El maestro, titulados superiores a parte, no es alguien que
posee conocimientos, sino aquel que consigue que el alumno aprenda. Y si no lo
consigue, fracasa. Cierto es que hay alumnos insalvables, pero en ellos es
donde el docente se tiene que dejar la piel y llorar con ellos cuando ellos
lloren.
Tantas leyes, proyectos, programaciones y mariconadas para
que, al final, el vanidoso titulado acabe diciendo: “Examen suspendido”. ¡No te
jode! ¡Que la evaluación sumativa es una aberración, señor profesional!
Para plantarse delante de un grupo de chavales y contarles
la Batalla del Ebro o decirles cómo se suman polinomios no necesitamos eruditos
y, para provocar el aprendizaje, tampoco necesitamos proyectos, programas ni
programaciones. En realidad, no solo sobran, sino que molestan y hasta
dificultan la labor del maestro.
Pues eso, entre sabelotodos y burócratas nadan los críos
como pueden.
Por cierto, ¿cuántos volúmenes acarrea un alumno para una
asignatura, pongamos por caso Lengua?
- Un libro de texto.
- Una libreta.
- Un diccionario.
- Tres libros de lecturas obligatorias.
- Tres cuadernillos para la comprensión de las lecturas obligatorias.
- Tres cuadernillos de ortografía.
- Un cuadernillo de expresión escrita.
... Sumemos y dejemos ya la enumeración. Bastará con consultar cualquier
web de cualquier editorial. ¡Ante todo, el negocio!
Sintético y verdadero, como debiera ser la educación. Los que la convierten en burocracia, leyes, negocio o política tienen demasiado tiempo libre y ganas de ganar algo a cambio de complicar lo sencillo. ¡Cerdos que no tienen ni puta idea! Todo es demasiado sencillo, no hace falta complicarlo. Sabio artículo Julián.
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